martes, 12 de febrero de 2008

Esta noche hace frío (1.950, Marchena)


¡Esta noche hace frío! Quizás sea la primera noche fría del invierno que se aproxima. Hasta ahora hemos disfrutados de un plácido y casi primaveral otoño. Frescas mañanas, atardeceres cálidos y bellísimas noches templadas.
Estamos ya en las últimas semanas de la estación y el tiempo ha cambiado.
¡Esta noche hace frío! He dejado el cálido gabinete donde me encontraba junto a los míos y abrigándome bien, he salido a la calle. Estaba completamente sola. Escasas luces apenas si la alumbraban; miré hacia lo alto y sorprendióme lo bello que estaba el cielo. Había luna, que aunque casi oculta por densas nubes, derramaba su blanca y pálida luz por el oscuro firmamento. Más allá, agrupadas y temblorosas sobre un trozo de cielo azul, lucían su plateado brillo, unas estrellas.
El cielo cambia todos los días y en el día muchas veces más. Siempre es hermoso, pero en estas
noches calladas, frías y oscuras, se nos ofrece más bello si cabe, mas grandioso en su hermosura.
Mirándolo, nos quedamos mudos, absortos, sobrecogidos de temor y llenas nuestras almas de una santa paz y esperanza. Este es el cielo que nos cobija en esta última noche de Noviembre, fría, callada y bellísima en su melancólica tristeza.
Seguí andando por las solitarias calles y pronto me encontré frente al cancel de la iglesia a la que me dirigía.
Una mujer arropada en un mantón se disponía a entrar y yo, colocándome la toca sobre mi cabeza, he entrado tras ella.
Terminábase el mes de Ánimas. Un sacerdote entonaba el responso. Cuatro velas encendidas iluminaban el altar donde se veía la imagen de un crucificado y a sus pies, el busto de una Virgen Dolorosa.
Unas mujeres silenciosas y arrodilladas rezaban sus últimas oraciones.
Unos instantes después, salían lentamente de la iglesia, haciendo la cruz sobre sus frentes. Sólo quedó en ella aquella mujer desconocida que entró a la vez mía y yo.
Las velas fueron apagadas y el sacristán sentóse en una banca en actitud soñolienta.
Miré hacia el Sagrario y arrodillada ante él, crucé mis manos e hice una oración. Después quedéme quieta, callada y con los ojos cerrados, contemplé mi alma.
Pasaron los minutos.Un sollozo que sentí detrás de mí, sacóme de mi meditación.
Aquella mujer lloraba. Vi su cara aflijida mirando al Jesús Crucificado y en sus ojos marchitos unas ardientes lágrimas: lloraba ¿porqué?
Miré de nuevo hacia el Sagrario e hice una oración mental, una oración improvisada que hizo latir fuertemente mi corazón.
Cerré los ojos y apoyé mis sienes sobre mis cruzadas manos. Oré largo rato.
El ruido de una puerta que se cerraba me distrajo de nuevo.
Levanté mi mirada y vi que estaba sola. El sacristán dormitaba reclinado en un banco. Sentí mis manos húmedas, lloraba yo, ¿porqué?
Era tarde. Hice la señal de la cruz sobre mi frente. Abrí la puerta y salí a la calle. Miré de nuevo
al cielo; éste había cambiado. Las nubes cubrían toda la extensión del firmamento que yo divisaba y la luna había desaparecido.
Unas gotas de agua cayeron sobre mis mejillas. Empezaba a llover.
Quedé por unos instantes suspensa mirando hacia lo alto. También lloraba el cielo, ¡Porque?
Subiéndome el cuello del abrigo, apreté el paso. Pronto llegué a casa. Entré en el hogar, cálido, confortable, lleno de luz. Fuera quedó la noche grandiosa, bellísima, llena de verdad, de dolor, de contagiosa tristeza.

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