miércoles, 30 de enero de 2008

Un agradable paseo (1.981, Sevilla)


He roto por una tarde la monotonía y he salido de la ciudad.
Blanca y gris la luz del cielo. La tarde temprana, dormida, blanda y suave se traslucía en la atmósfera que nos rodeaba.
Mi cuñado llevaba el coche a discreta velocidad mientras mis hermanas y yo hablábamos de todo. Recuerdos nostálgicos de nuestra juventud, presente incierto, situaciones difíciles de cada día...y, entre bromas y veras, tomábamos las cosas de este extraño mundo en que vivimos con tranquila filosofía.
Había nubes en el cielo. Se esperaba con ansias la lluvia que tanta falta hacia en nuestros campos resecos. El verdor de sus sembrados cubrían grandes extensiones en los silenciosos llanos que rodeaban la carretera, pero sus tallos estaban muy cortos aún para estar tan cercana la llegada de la primavera.
Las espigas de los trigales no podrían crecer vigorosas sin la humedad de la tierra. ¡Casi tres meses sin llover! En algunos terrenos el verdor se doraba sin apenas haber crecido.
Íbamos al cortijo de mis hermanos emplazado en los campos ya cercanos a Marchena. Dejando a un lado la carretera nos adentramos por una mala vereda entre llanos y colinas. Cerca estaba el caserío, escondido a la vuelta de una pequeña subida. Al bajar del coche un airecillo fresco y agradable me despejó el rostro.
Miré a mi alrededor. La vieja y hermosa casa solariega denotaba abandono. En la verja del jardín a la entrada, había ramas enlazadas y secas, follajes, hojarascas y descuido. Aquello estaba cerrado hacía años. Los caseros tenían su vivienda entrando por el patio grande por donde salieron a recibirnos amables y serviciales.
Era un matrimonio de mediana edad. Ella, robusta, alegre, con sus brazos desnudos y gordezuelos como los de una moza.¡Nunca tenía frío! decía riendo. Él, permanecia con las manos en los bolsillos, la cabeza agachada y la mirada levantada hacia nosotros, solícito y respetuoso. Cayeron unas gotas de agua. Miró al cielo diciendo: Todavía el trigo levantaría si viniesen algunos chaparrones. Hablaba con mi cuñado, mientras Rosario (la casera) nos llevaba a su cocina con una inmensa chimenea y nos acercaba unas sillas alrededor del fuego. Mas allá había una estreves donde ella guisaba. En la rústica mesa, hogazas de pan amasado, recien cocido, cántaros de agua, sillas de aneas, paredes blancas de cal con tenazas colgadas... todo límpio, todo en orden, pero... nada más. Como hace cien años, como si allí, en aquella hermosa cocina, sala y chimenea, el tiempo se hubiese detenido.
Las llamas crepitaban subiendo hacia a lo alto. ¡Se estaba bien allí! Así lo decía también aquella buena mujer. Ellos tenían un pisito allá en el pueblo donde sus hijos se habían ido marchando unos tras otros. Pero ellos decían mientras los señores lo dejasen se quedarían allí. En sus sencillas habitaciones, en su blanca cocina, en su hermosa chimenea... y mientras nos hablaba de sus cosas nos obsequiaba con un café con leche y unas riquísimas tostadas de pan amasado por ella, recién cocido, chorreadas de aceite.
Había dejado de llover. Salí al campo sola. Quería contemplarlo así para sentir su silencio. Recreé mi mirada por toda la lejanía. Suaves colinas onduladas, blandas, blancas, rosadas...y aquella extensión de tierras en barbecho, dormidas, sumisas, esperando su turno para ser labradas; y verdes trigales de tiernos tallos y hojas cortitas mecidas por la tenue brisa. Y más allá... olivares y aquella perdida y lejana arboleda...
Me gusta el campo. Con flores lleno de amapolas y margaritas, con los álamos cuajados del verdor de sus hojas, las acacias en flor, llenándolo todo el perfume de su fragante primavera... y también, el silencio de esta tarde gris, el olor de esta tierra reseca y húmeda por la lluvia temprana, las hojas caídas y ramas crujientes. Los inicios de los nuevos brotes en los nudos de las tiernas ramas, el polvillo de la vereda, los trigales verdes sin las doradas espigas, las colinas sin el rosado tono de un atardecer en el estío...
¡Qué tarde tan apacible! Así, tan quieta, tan sosegada. Mi alma tan descansada en su amorosa belleza. Entré en la casa donde encontré a mis hermanas dando una vuelta por las vacías habitaciones: Algunos grandes cuadros de sus antepasados en las altas paredes, restos de muebles de épocas lejanas... ¡Hermosa casa, fría, húmeda y llena de nostálgicos recuerdos!
Fuera el atardecer se hacía mas bello. El rosado tono del sol en sus últimos instantes, se translucía en el cielo gris de la cercana primavera. Un silencio sonoroso lo llenaba todo.
La luz de la tarde se perdía en la noche que lentamente caía sobre los campos mientras volvíamos en el coche a la ciudad. Había terminado el agradable paseo.
Ahora, ya en mi casa, mirando tras los cristales de mi ventana el oscuro cielo de la noche dormida, el recuerdo de aquellas horas felices, me llena de lo infinito.

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